El camino correcto, no el más fácil

Reflexiones compartidas en Renacer Madrid

En nuestra última reunión, moderada por nuestra compañera Haydee Nelli, nos detuvimos a reflexionar en grupo sobre un texto que, más que palabras, parecía hablarnos al corazón. “El camino correcto, no el más fácil”, de Alicia y Gustavo Berti, fue el punto de partida para abrir el alma y reconocer todo lo que hemos vivido desde la partida de nuestros hijos e hijas. Nos miramos, y nos encontramos. Cada uno con su historia, su dolor y su trayecto recorrido. Pero también, cada uno con un nuevo modo de mirar, con una forma distinta de sostener el sufrimiento, gracias a este espacio que hemos construido juntos.

Lo primero que emergió en nuestras voces fue que, desde la partida de nuestros hijos e hijas somos otras personas totalmente diferentes, y que llegar a Renacer nos ayudó a que ese cambio de vida tuviera un propósito y un sentido.

Y no porque el dolor se haya ido, sino porque aquí aprendemos que el dolor puede transformarse y que el sufrimiento, cuando se comparte, cuando se nombra sin juicios y se abraza sin miedo, deja de ser un abismo oscuro y empieza a convertirse en un puente. Un puente que nos une con otros padres y madres, con quienes compartimos lo más devastador que puede vivir un ser humano: la muerte de un hijo o una hija. Algo que no se supera, sino que se transita y se trasciende. Porque no hay pérdida igual, no hay otro duelo como éste. Pero también compartimos algo más: el deseo de no quedarnos atrapados en ese dolor.

Decidimos no tomar el camino del sufrimiento, que no sabemos si es el más fácil pero sí el más yermo, y nos puede llevar a encerrarnos, a vivir desde la rabia o desde la resignación. Morir en vida, o dejar de vivir imitando su desaparición. Tomamos esa decisión porque de lo contrario convertiría a nuestros hijos en los culpables de nuestra muerte, ya sea física o de espíritu. Y ellos y ellas no pueden ser definidos como culpables, como sufrimiento, como dolor. Ellos son luz, amor y vida.

Elegimos el camino que nos pide valentía, el que nos desafía a mirar hacia adentro, a reconstruirnos, a volver a empezar sin dejar de amar. En Renacer aprendemos que no se trata de dejar de sufrir, sino de dignificar ese sufrimiento. De hacer algo con él. De usarlo como impulso para crecer, para servir, para dar a otros lo que hemos ido aprendiendo. Y eso es un trabajo diario, no solo personal, sino también colectivo.

Muchos de nosotros compartimos cómo la ayuda mutua ha sido clave en este proceso. Cómo, al escuchar a otro padre, a otra madre, nuestras propias heridas comienzan a tener nombre y forma. Cómo, al ofrecer nuestra mano, aunque sea temblorosa, también nos vamos sanando un poco. Nos dimos cuenta de que en el acto de acompañar hay algo profundamente transformador. Que cuando dejamos de centrarnos solo en nuestro propio dolor y empezamos a mirar al que sufre al lado, algo se mueve dentro. Algo se abre, y tenemos la obligación moral de que todo lo que hemos vivido y hemos construido, debemos compartirlo para ayudar a los padres y madres dolientes del futuro. Y desde ahí es posible otra manera de vivir el duelo.

Renacer nos enseña que no se trata de buscar consuelo rápido, ni de evitar el dolor, sino de trascenderlo. De encontrar sentido. Y ese sentido no lo da el tiempo por sí solo, ni lo da la sociedad, ni siquiera la familia. Ese sentido se construye, paso a paso, en el camino del compartir, de la escucha profunda, de la humildad de reconocer que no tenemos todas las respuestas, pero sí el deseo de encontrarles un lugar a nuestros hijos e hijas en nuestra nueva vida, en nuestro nuevo presente.

Porque no se trata de olvidarlos, ni de «superar» su ausencia. Todo lo contrario. En Renacer descubrimos que ellos siguen vivos en nosotros, en nuestra forma de mirar el mundo, en nuestras decisiones, en nuestras acciones. Ellos viven en lo que decidimos construir a partir de su partida. Y por eso, este grupo no es solo un lugar donde venir a llorar —aunque también se llora mucho— sino un espacio donde renacemos. Donde volvemos a elegir la vida, una y otra vez, sabiendo que la vida que ahora tenemos no es la misma, pero sigue siendo valiosa.

Una de las frases que más resonaron en la reunión fue: “No somos lo que recibimos de la vida, sino lo que devolvemos a ella.” Y nos preguntamos, ¿qué estamos devolviendo nosotros? La respuesta fue clara: estamos devolviendo el amor que nuestros hijos e hijas han dejado como legado. Estamos devolviendo escucha, presencia, tiempo, palabras. Estamos devolviendo la memoria viva de nuestros hijos e hijas, no desde el dolor paralizante, sino desde una forma más profunda de amar. Una forma que no se agota, que se expande y que se vuelve semilla para otros.

Algunos compartimos que antes de llegar a Renacer nos sentíamos solos, incomprendidos, rotos. Que a nuestro alrededor parecía que el mundo seguía su curso y nadie alcanzaba a imaginar la magnitud de lo que vivíamos. Pero aquí, por primera vez, nos sentimos en casa. Escuchados. Reconocidos. Y en esa pertenencia, algo cambió. Entendemos que la verdadera ayuda no es la que da consejos, sino la que acompaña desde el respeto y el silencio, desde la experiencia compartida.

También surgieron palabras sobre la conciencia. Sobre esa voz interior que, como dice el texto, guarda la presencia de nuestros hijos y nos señala, de forma callada pero firme, cuál es el camino que merece ser recorrido. Un camino que no siempre es cómodo, pero que nos hace más humanos, más íntegros, más sensibles. Porque cuando elegimos dejar de centrarnos en el “yo” y empezamos a mirar el “nosotros”, se abre una dimensión ética del duelo. No debemos olvidarnos de nosotros, debemos trabajar nuestro autocuidado y priorizarnos, saber reconocer las emociones que afloran en nosotros y trabajarlas para que no nos dejen paralizados. Y desde ese mirador en el que nosotros también somos importantes, darnos de lleno a los que nos necesitan. Ya no solo se trata de cómo sobrevivimos a la pérdida, sino de qué hacemos con ella. Y es ahí donde Renacer se convierte en algo más que un grupo: se convierte en una filosofía de vida.

Nos vamos quedando con frases, con miradas, con silencios que nos sostienen. Nos vamos quedando con la certeza de que este camino no se recorre en soledad. Que nuestros hijos e hijas, los que partieron y los que aún están, nos acompañan desde lo invisible. Que la vida, aún herida, puede ser plena. Y que sí, elegimos el camino correcto, aunque no sea el más fácil. Confiamos en que las decisiones de camino que tomaron nuestros hijos, fueron las mejores, las que eran necesarias, y no sólo tenemos que aceptarlas, también debemos honrarlas.

Tal vez la pregunta final no sea como dice Dostoyevski, qué puedo hacer para ser digno de mi dolor, sino qué debo evitar para no convertirme en indigno de él. Porque al final, sabemos que nada de lo que construimos aquí se pierde. Todo queda. Todo siembra. Todo transforma.

 

Texto de trabajo