Reconciliarnos con la vida: La culpa y el perdón

En nuestra última reunión de Renacer Madrid, coordinada por Lima Parssian Notash, trabajamos juntos la culpa y el perdón gracias a un texto de Griselda Sisterna, mamá de Tobías y Pilar Tavarone, mamá de Daniel de Renacer San Juan, que podéis leer en este enlace 

Fue un encuentro cargado de emociones, en el que nos permitimos abrir el corazón y poner palabras a sentimientos que tantas veces guardamos. Lo que vivimos ese día no fue solo un intercambio de ideas, sino un verdadero ejercicio de reflexión compartida que nos ayudó a mirarnos con más honestidad y ternura.

Cuando nos detuvimos a hablar de la culpa, descubrimos que detrás de ella suele esconderse algo más profundo. Muchas veces creemos que nos culpamos por lo que hicimos o dejamos de hacer, pero al dialogar en grupo nos dimos cuenta de que, en realidad, la culpa es con frecuencia una forma de disfrazar el dolor insoportable que sentimos por la ausencia de nuestros hijos e hijas. La culpa aparece como un intento desesperado de darle sentido a lo que no lo tiene, de encontrar una explicación a lo inexplicable. Nos decimos que si hubiéramos actuado de otra manera todo podría haber sido distinto, y así la mente trata de convencernos de que teníamos más control del que realmente teníamos. Lo que hacemos al culparnos, al culpar, es no enfrentarnos a nuestra nueva realidad, la muerte física de nuestros hijos e hijas.

Reconocimos también la relación estrecha entre la culpa y la pérdida. Sentirnos culpables parece casi inevitable al principio: nos asaltan pensamientos de “tenía que haber hecho más”, “podría haberlo evitado”, “no estuve a la altura”. Sin embargo, al compartir nuestras vivencias, nos damos cuenta de que nadie tiene el poder de evitar lo inevitable. Esa certeza duele, pero también libera: no somos responsables de lo que ocurrió, aunque nuestra mente se empeñe en hacérnoslo creer.

La culpa genera irá. Nos enfada no haber podido controlar a la vida, haber podido transformarla anulando la pérdida, no haber llegado a ser Dios, para ser infalibles.

Una ira que empieza contra nosotros, contra nuestra ineficiencia, pero que a medida que trabajamos la culpa, la ira rebota contra todos aquellos que presumimos como culpables. Fijamos una diana sobre los que nos rodean, sobre los que nos sostienen, porque llevan un paso diferente a nosotros en el camino de la integración de la pérdida o porque simplemente reflejan nuestro profundo dolor. Y por supuesto ira contra la vida que nos parece injusta.

La ira aparece en distintos momentos del camino. Al principio como un aguijón punzante y luego, cuando nos vamos recuperando, surge gracias a esa culpa porque nosotros tenemos algo que ellos ya no tienen y no podemos compartir, la vida, los amigos, una flor, una sonrisa.

¿Cómo vamos a permitirnos volver a vivir, volver a reír, volver a sentir? Nos sentimos culpables de volver a disfrutar lo que la vida nos ofrece. Nos sorprende escuchar de nuevo nuestra risa y entonces llega de nuevo la culpa de seguir vivos. Esa culpa solo la podremos diluir con la fe ciega de qué vivir es un homenaje a lo que nuestros hijos e hijas son, amor en su primigenia existencia.

Al pasar a reflexionar sobre el perdón, nos encontramos con un tema igualmente profundo. Imaginamos cómo sería el mundo si nadie perdonara: un lugar lleno de resentimiento, de vínculos rotos, de heridas abiertas que nunca cicatrizan. Comprendimos que el perdón no significa olvidar ni justificar, sino liberarnos de la prisión del rencor. Cuando perdonamos, sentimos que la carga se hace más liviana y que nuestros ojos recuperan una nueva mirada hacia la vida. El perdón, en el fondo, es un regalo que nos damos a nosotros mismos. Incluso cuando el otro no lo sabe, cambia la manera en que nos relacionamos con esa persona y, sobre todo, con nosotros mismos.

No fue fácil admitir que muchas veces lo que más nos cuesta no es perdonar a los demás, sino perdonarnos a nosotros mismos. Nos exigimos demasiado, nos juzgamos con severidad, nos atormentamos con lo que hicimos o dejamos de hacer. Y así quedamos atrapados en el pasado, negándonos la oportunidad de empezar de nuevo. Al escucharnos unos a otros entendimos que perdonarnos es aceptar nuestra propia humanidad, reconocer que cometemos errores y que, aun así, merecemos vivir en paz.

La tercera pregunta nos interpeló con fuerza: ¿qué nos espera si no perdonamos, ni a otros ni a nosotros mismos?. Al pensarlo, vimos que quedarnos en la falta de perdón es perpetuar el daño. Es como revivir una y otra vez la herida, sin permitir que cicatrice. Descubrimos que la falta de perdón nos lleva a vivir en el resentimiento, un estado que desgasta, que roba energía, que nos mantiene agotados y con el corazón cerrado. Vimos también que nos ata al pasado, impidiéndonos avanzar.

Al poner en común todas estas reflexiones, nos dimos cuenta de algo esencial: la culpa y la falta de perdón son cadenas que nos atan. Y nosotros no vinimos a Renacer para vivir encadenados, sino para aprender a caminar de nuevo, aunque sea con la herida abierta. Comprendimos que, cuando nos damos el permiso de perdonar —a otros y a nosotros mismos— nos tratamos con más compasión, nos reconciliamos con nuestra historia y comenzamos a sanar de manera más auténtica.

No se trata de justificar lo que nos duele ni de negar lo que pasó. Se trata de dejar de cargar con un peso que nos impide vivir. Perdonar no cambia el pasado, pero sí cambia nuestra manera de estar en el presente y abre una ventana de esperanza hacia el futuro.

Nos quedamos con una certeza que sentimos como un abrazo colectivo: perdonar es un acto de amor propio. Y cuando abrazamos esa decisión, descubrimos que podemos caminar más ligeros, más libres, con más esperanza y con más vida dentro de nosotros. La culpa se trabaja desde el amor. Y en Renacer estamos graduados con honores en amar y en haber sido amados por nuestros hijos e hijas.

Y así, con la certeza de que la culpa puede transformarse en aprendizaje y el perdón en camino, nos levantamos de la reunión con la sensación de que el amor de nuestros hijos e hijas nos sigue empujando hacia adelante. Ellos nos enseñan, desde donde están, que la vida no se honra quedándonos atrapados en lo que pudo ser, sino abriéndonos a lo que todavía puede ser. Porque cuando elegimos perdonar, la vida vuelve a florecer siempre en honor a ellos y ellas.