¿Somos prisioneros del destino?

Joven con una camiseta azul deportiva. En la imagen se muestra el rostro y hombros. Al fondo un bosque

Cuando una persona ha sido señalada por la vida merced a alguna tragedia, una de las primeras preguntas que se plantea es ¿Por qué a mí?, ¿Qué es lo que he hecho yo para merecer esta desgracia? Esta pregunta conduce directamente a la relación del hombre con el destino.

Al acercarnos a un grupo de ayuda mutua lo primero que se hace evidente es que, la pregunta ¿Por qué a mí? se remplaza automáticamente por un planteamiento más global ¿Por qué a nosotros? Esta situación debería producir algún alivio despojando a la persona del sentimiento, muchas veces vergonzante, de ser el único ser sufriente. También es frecuente observar cómo los integrantes que se acercan por primera vez a una reunión grupal insisten en el ¿Por qué a mí?, y escuchan la respuesta del resto de componentes, casi a coro: ¡Y por qué no a ti!

Surge la pregunta sobre el destino, sobre sus características y sobre todo por su crueldad. También nos planteamos si estamos indefensos ante él o podemos, en alguna medida, ser artífices de nuestro propio destino en el futuro.

Al respecto, Viktor Frankl nos dice: “Si se quiere definir al hombre habría que definirlo como el ser que hasta puede liberarse de aquello que lo determina”

En situaciones extremas, el hombre puede elaborar con la materia que la vida le brinda una nueva concepción de lo que llamamos destino. Es la actitud de cada uno frente a la vida lo que determinará si la existencia se convierte en un ámbito de valores positivos de creación o, bien al contrario, un deambular por situaciones de padecimiento y sin sentido.

El hecho de ver al destino bajo esta óptica reivindica para nosotros la capacidad de modificarlo, de hacer que no sea algo estático, imposible de ser modificado, sino que sea realmente un producto de nuestra propia libertad, de nuestra responsabilidad ante la propia vida y de la manera en que la vamos a vivir.

Este concepto del destino permite elegir que nuestras realizaciones sean dirigidas no hacia lo que recibimos “de” sino hacia lo que nosotros damos al mundo, permitiendo cambiarnos y cambiar el mundo.

Por ejemplo, si ante la pérdida de un hijo o de una hija la percepción de injusticia se mantiene en el tiempo, consideraremos que estamos abocados a un destino de sufrimiento consecuencia de dicha pérdida. En ese instante hemos renunciado no sólo a nuestra libertad sino a su autotranscendencia. Si a partir de una circunstancia tan adversa y trágica se considerara al destino como aquello que sale de mí puedo, en base a mi actitud, no sólo dotarlo de sentido transformándome en un nuevo y mejor ser humano, sino también transformar una muerte inexplicable, otorgándole a mi hijo el papel de catalizador de mi transformación existencial.

Aun en el caso de que el hombre entienda al destino como aquello inesperado e indeseado que le afecta a él, las situaciones límites le ofrecen la oportunidad de lograr transformar esa angustia ya que todo ha sido elegido. Siguiendo esta línea de pensamiento podemos apreciar que aquello que llega al hombre desde el destino, a modo de algo que ya ha sido elegido, presenta en sí la capacidad de transformarse en una verdadera experiencia liberadora.

En la medida en que tanto la libertad como la responsabilidad son fenómenos que tienen su origen en la dimensión espiritual del hombre, podemos ver que el “destino” es una continua apelación al espíritu humano. Esto no es una mera especulación teórica dado que en los grupos de ayuda mutua para padres que enfrentan la muerte de un hijo, muchos de ellos manifiestan haber perdido el miedo ante la muerte a partir de dicha pérdida. En esos casos es muy común escuchar: ¿qué me queda por perder, si ya ni a la misma muerte le temo?

Para Heidegger, el hombre puede escapar de la lamentable situación en la que se halla sumido mediante un acto de libertad que consiste en aceptar la realidad de la muerte, pues el hombre lleva una vida auténtica cuando mantiene siempre ante sus ojos la realidad inevitable de la muerte.

El hombre auténtico se atreve a desafiar la desnuda realidad del sufrimiento, y es precisamente a través de este valerosos y heroico enfrentamiento que llega a darse cuenta verdaderamente de su existencia, de lo que implica la muerte en la vida, de que todo es uno.

El sufrimiento intenso, inevitable, puede llegar a aniquilarnos como personas y nos hace elegir un camino de frustración y una existencia vacía que nos lleva a “morir en vida”. Sin embargo, ese mismo sufrimiento, puede llevarnos a recorrer un camino existencial distinto, marcado por un conocimiento tan claro y profundo de la existencia de cada uno que, desde un estado de iluminación, cambiará nuestra concepción del destino como algo externo.

En algún momento de su sufrimiento el hombre reflexiona sobre el destino y es entonces donde la existencia de un grupo de ayuda mutua es de gran utilidad, pues en él puede verse reflejado en múltiples espejos y apreciar como algunas madres y padres han sido capaces de forjarlo y convertirse en artífices de su destino, mientras otros sólo han podido doblegarse ante ese visitante indeseado que llegó sin que lo inviten, y una vez más vemos que es el propio hombre doliente quien debe decidir el rol que juega el destino en su vida.

En última instancia, no podemos hablar del destino individual sino de cómo esto que nos está sucediendo comprende a cada individuo y, a su vez, comprende también a los seres que lo rodean, es decir, que aun con nuestra crisis existencial e inmersos en esa confrontación con un destino que pareciera dominar nuestra vida por completo, continuamos, aunque no seamos conscientes de ello, abiertos a otros seres que siguen existiendo, seres que nos necesitan, que esperan algo de nosotros y esto nos recuerda las palabras de Nietzsche: “El que tiene un porqué vivir, siempre encuentra el cómo hacerlo”

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