Amarga Lluvia de Mª José Brito

En su día Platón utilizó un mito para explicar lo complicada que puede ser y que de hecho es la existencia del ser humano. Cada uno de nosotros, decía el filósofo de Atenas, somos como un carro alado tirado por dos caballos: uno blanco y otro negro.

El caballo blanco representa nuestros sentimientos más nobles, nuestras buenas intenciones y metas más elevadas. Nos empuja hacia lo alto y nos acerca a los ángeles. El caballo negro, en cambio, tira hacia abajo, es nuestra parte animal, algunas veces parece desbocado y no obedece a las riendas de la racionalidad. El auriga, es decir, el que conduce el carro representa nuestra razón que debe moderar a los dos corceles.

En este caso, el auriga, es decir, mi razón tiene un trabajo titánico, porque le es muy fácil al caballo negro tirar hacia abajo, en el sentido de dejarse llevar por la desesperanza, de ser invadido por la tristeza, de abandonarse a la añoranza. A veces se desboca realmente y no obedece a las riendas de la racionalidad, pero ¿qué racionalidad puede aplicarse en un caso como el que me ocupa? Aquí nada racional o por lo menos, nada lo parece.

Puedo asegurar que el caballo blanco trabaja duro, que está cargadísimo de buenas intenciones, que tiene en mente grandes metas (ubicar a Hugo en el corazón, sentirlo profundamente allí, recordarlo sin dolor…), pero el caballo negro a veces le supera.

Es aquí donde debe descubrir el modo inteligente de armonizar cabeza y corazón, razón y sentimientos. Porque dice un viejo proverbio que “cuando un hombre está irritado, sus razones le abandonan”. Y yo estoy algo más que irritada.

Es curioso cómo la tristeza y la pena te proporcionan a veces como una especie de refugio en el que te acomodas. En este refugio me encuentro bien, estoy a gusto, esta sensación es necesaria en muchos momentos. Pero también puede convertirse en un arma de doble filo. a saber, corro el peligro de aislarme, de hundirme más. por lo tanto, habrá que compaginar los momentos de reflexión interna con los de expansión externa.

Debo utilizar las emociones para que su estela me vaya indicando el camino a seguir, para que me dicten un poco qué hacer o qué decir después de haberlas sentido.

Sería muy fácil si pudiéramos eliminar los sentimientos desagradables, pero como dice André Manrois, novelista y ensayista francés: “la vida es un juego del que nadie puede, en un momento dado, retirarse llevándose las ganancias”.

Lo que debo hacer es abordar los pensamientos, los sentimientos, moldearlos, darles buena forma y vivir con ellos y de ellos, porque seguro que incluso de los malos puedo aprender algo.

El deseo de tener algo que ya es del todo imposible, el anhelo de superar un pasado que ya es solo eso, pasado, todo esto limita tu vida. Hay muchas barreras emocionales que si no las cruzas seguirán limitando tu vida. De todas formas, las metas tienen que ser a corto plazo.

Hay que actuar con madurez, buscarla, si creemos que no la tenemos. Pero ¿qué es la madurez? Renunciar a lo que ya no tengo, podría ser madurar. Nietzsche da una definición preciosa: “la madurez del hombre es haber recobrado la seriedad con qué jugábamos cuando éramos niños”.

Con un poquito de aquí y un poquito de allá, hay que conseguir que los recuerdos y el pasado, la tristeza y la nostalgia, la añoranza y el desasosiego no se conviertan en una tela de araña que me envuelva, me enrede y me atrape. Al contrario, debo intentar que se conviertan, por lo menos, en fuego amigo, que pueda convivir con todos ellos. Pero sin olvidar nunca que son fuego y, por lo tanto, que en cualquier momento me puedo quemar.

En definitiva, estar a la defensiva, pero serenamente, pacíficamente. De lo contrario, se convertirán otra vez en desasosiego y desesperanza.

Las tristezas forman parte de la vida. Algunas nos las buscamos, otras, sin buscarlas, nos las proporcionan los demás. y otras, no sabemos ni entendemos por qué vienen.

Así es el juego de la vida y de él no nos podemos evadir. Debo procurar que la tristeza no enferme mi corazón porque allí es donde debo ubicar ahora a Hugo.

La gran ola del tsunami me ha cubierto, zarandeado, herido, casi ahogado. he podido salir a la superficie y allí debo mantenerme, pero no flotando, dejándome llevar, sino nadando, apartando todo lo que venga a contracorriente. Si no abandono, quizá llegue a algún final.

Marie Curie, Premio Nobel de Física, decía: ”Uno nunca se da cuenta de lo que ha conseguido llevar a cabo, sólo ve todo lo que le queda todavía por hacer”. Yo he vivido a tope los dieciocho años de Hugo, no me ha quedado nada, pero me queda y me va a quedar para siempre vivirlo todo a partir de ahora.

Volviendo a las palabras de Marie Curie, quizá no me doy cuenta de lo que conseguimos llevar a cabo en estos dieciocho años, pero de lo que sí me doy cuenta, sin ningún género de duda es de todo aquello que le quedaba todavía a él por hacer. De todo lo que tenía todavía que aprender, sentir, soñar, experimentar, disfrutar, llorar, incluso sufrir, en definitiva, de todo lo que tenía todavía por vivir.

Ojalá pueda un día sentir firmemente dentro de mí las palabras dichas por monseñor Jordi Pardell en la preciosa homilía que pronunció el día de su funeral. Dijo que Hugo había llegado a su plenitud, que había recorrido ya todo el camino para llegar a la meta: ¡Había alcanzado la meta¡ También dijo que tuviéramos la seguridad de que nosotros llegaríamos a sentirlo muy dentro.

Es cierto que cuando uno nace ya tiene edad suficiente para morir, pero repito que la muerte vista desde la perspectiva de la tierra no tiene ningún sentido y mucho menos a una edad tan temprana.

No puedo ni quiero recortar mi conciencia, mis recuerdos, mis sentimientos, para ajustarlos al momento que vivo. Ahora no puedo hacerlo, ni quiero.

Es difícil expresarlo inexpresable, hay que sobrevivir a noches de insomnio, mañanas de angustia y ansiedad, tardes de tristeza y añoranza. Me gustaría disfrutar de una época de tranquila hibernación, recargando baterías, reorganizando mi vida, ubicando sentimientos y llenando vacíos. Sacando todo lo mejor de esta meditación y vivir el resto de mis días de ello.

Tengo que reencontrarme con mi yo más profundo para llegar a tener la capacidad de ser, en unas ocasiones, lo que yo siento que soy y, en otras, lo que me toca ser.

Hugo ha muerto. Mi hijo Hugo ha muerto. No puedo decir que sé, pero sí que siento que un día volveré a estar con él. Mi hijo Hugo ha muerto. Pero me niego a aceptar que este sea el final.

Texto extraído del libro «Amarga lluvia» de María José Brito.

Descargar

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *