Para muchos, las vacaciones son sinónimo de descanso, desconexión y disfrute. Pero para quienes hemos perdido un hijo o una hija, las vacaciones se convierten, a menudo, en un espejo que amplifica el silencio, el vacío y la ausencia. Lo que antes era esperado con ilusión, ahora puede llegar con una carga emocional inmensa: la certeza de que esa persona amada no estará para compartir ese tiempo.
En Renacer Madrid hemos hablado muchas veces de esto. Las vacaciones nos enfrentan a decisiones nuevas: ¿viajamos o no? ¿Volvemos a ese lugar donde fuimos tan felices? ¿Podremos disfrutar sin sentir culpa? ¿Cómo respondemos cuando los demás nos dicen “que lo pasemos bien”? Y, sobre todo, ¿cómo acompañamos nuestro dolor sin quedarnos atrapados en él?
Cada madre y cada padre tiene su propio camino, pero en la experiencia compartida hemos descubierto algunas claves que nos ayudan a atravesar este tiempo con más conciencia, más respeto por nuestros propios ritmos, y con la posibilidad de seguir eligiendo la vida, aun en medio del dolor.
No hay una única forma correcta de vivir las vacaciones
Algunas familias deciden no moverse de casa durante los primeros veranos. El simple hecho de no tener que actuar “como si nada pasara” ya es un descanso. Para otros, cambiar de lugar, aunque sea por unos días, representa una oportunidad para respirar aire nuevo, para no estar rodeados de los mismos objetos, los mismos espacios y rutinas que acentúan la ausencia.
Hay quienes buscan lugares tranquilos, donde puedan llorar sin tener que explicarse. Y otros que eligen espacios naturales donde puedan sentir una conexión espiritual con su hijo o hija. No se trata de huir del dolor, sino de buscar momentos donde poder abrazarlo de otra manera.
La culpa suele aparecer, pero podemos mirarla con compasión
Muchos hemos sentido culpa la primera vez que reímos en vacaciones, que nos relajamos, que por un momento nos olvidamos del peso del duelo. A veces creemos que si no estamos tristes todo el tiempo, estamos traicionando el amor que sentimos por nuestro hijo o hija.
Pero en Renacer aprendemos que el amor no se mide por el sufrimiento. Que reír no borra la tristeza, y que permitirnos disfrutar no es olvidar, sino también una forma de honrar la vida. Nuestro hijo o hija vivió, nos amó y lo amamos. Su paso por nuestra vida fue luz, y esa luz puede seguir acompañándonos, también cuando el sol brilla en el cielo y nosotros podemos disfrutar de él.
Hacer un lugar para ellos, incluso en vacaciones
Algunos padres y madres encontramos consuelo en crear pequeños rituales cuando estamos de viaje: llevar una foto, escribirles una carta en una playa o en la cima de una montaña, plantar una flor, encender una vela. Son gestos simples pero profundos, que nos conectan con esa presencia que sigue viva en el corazón, aunque ya no esté en el plano físico.
Otras veces, simplemente nombramos a nuestro hijo o hija cuando alguien pregunta cuántos hijos tenemos, o qué planes solíamos hacer en familia. Integrar su memoria en nuestras conversaciones, sin miedo ni vergüenza, es también un acto de amor.
La mirada de los demás puede doler, pero también puede enseñarnos
En vacaciones, muchas veces nos enfrentamos a miradas o frases hechas que hieren sin intención: “Qué suerte tener tiempo libre”, “Ahora toca desconectar”, “Disfruta que la vida es corta”. Estas frases pueden doler porque parecen ajenas a nuestra realidad.
Sin embargo, también hemos aprendido a no esperar que todos comprendan nuestro proceso. La gente no siempre sabe qué decir, y a veces proyecta sus propias ideas del dolor o del descanso. Podemos elegir cómo responder, cuándo hablar, cuándo guardar silencio, cuándo alejarnos y cuándo abrir el corazón.
Vacaciones no es sinónimo de alegría constante, pero sí pueden ser un tiempo de reencuentro interior
Hay momentos de soledad, de nostalgia intensa, de preguntas sin respuesta. Pero también hay instantes de paz, de conexión profunda, de gratitud por los recuerdos vividos. Algunos padres encuentran en ese tiempo una oportunidad para reflexionar, para escribir, para estar en contacto consigo mismos. Para escuchar el alma, sin tantas distracciones.
Y cuando logramos compartir las vacaciones con otras personas que comprenden nuestra pérdida —como ocurre a veces con otros padres de Renacer—, el descanso se vuelve más auténtico, más humano, más real. Porque podemos ser quienes somos, con nuestras luces y sombras, sin necesidad de fingir.
Las vacaciones, como todo después de la pérdida, también se reconstruyen
No son las mismas. Nunca volverán a ser igual. Pero con el tiempo, pueden adquirir un nuevo sentido. No reemplazan nada, pero pueden convertirse en un espacio para reconectar con la vida, con lo que aún está, con lo que aún somos. También ahí puede nacer una pequeña chispa de esperanza.