Ideas tomadas de un texto de Daniel y Gabriela Vítolo (Renacer Buenos Aires)
La desesperación que nos invade frente a la pérdida de un hijo y el sufrimiento profundo que ello implica nos hace creer que ya nada es posible, que jamás podremos recuperarnos de ese dolor inmenso que se ha apoderado de nosotros. Entonces cae la esperanza…y con ella la posibilidad de plantearnos una salida para nuestra situación. Nadie puede decir a otro cuánto tiempo, ni de qué manera debe sentir la pena, pues los sentimientos de cada persona son únicos, sin embargo, existen elementos del pesar que son comunes para quienes atraviesan por esta desdichada experiencia. Entender estos sentimientos y saber cómo otras personas los han tratado puede ayudar en gran medida a sobrellevarlo, confiando en que es posible “reconstruirse” cuando se ha sufrido la muerte de un hijo, aunque el proceso sea lento y el camino difícil.
1.- LA ESPERANZA.
“En tanto tengamos esperanza, tendremos una meta, la energía necesaria para avanzar hacia ella y una guía para alcanzarla. Existen cientos de alternativas, miles de caminos e infinidad de sueños. Si tenemos esperanza nos encontramos a mitad de camino de nuestra meta; si carecemos de ella, estamos irremisiblemente perdidos”. (Leo Buscaglia – “El camino del Toro”)
Una de las sensaciones más terribles que se nos presentan en el proceso de duelo es la tendencia a la pérdida de la esperanza, es decir, esa recurrente y permanente desazón en la que ya nada importa y que nos lleva a sentir y pensar que no hay salida a este dolor, que todo ha terminado para nosotros.
En estas circunstancias el tiempo juega un doble papel. Por un lado no pasa nunca, es lento y cada día presenta una nueva agonía, es difícil enfrentar el comienzo de la jornada, nos cuesta planificar cada día. Por otro lado, el tiempo parece volar, y a poco que miremos atrás no podemos creer que hayan pasado semanas, meses o años, desde el día en que nuestro hijo murió.
Nuestra capacidad para seguir adelante se ve mermada. Perdemos la paciencia y nos angustiamos porque ya no soportamos los altibajos, las caídas recurrentes en la tristeza. Cada vez se hace mayor nuestra inseguridad de no saber cómo estamos, ni cómo estaremos. Y el miedo, el miedo por un futuro que, aunque decimos que no nos importa, en realidad nos aterra, pues no queremos ni podemos siquiera imaginarlo.
Frente a ello sólo nos queda la esperanza. Y defender la esperanza es toda una misión y todo un trabajo que encaramos y en el que no debemos desfallecer.
Hay momentos en los que nos sentimos tentados a creer que cualquier destello de luz es sólo una falsa esperanza o una mera ilusión. Y también es verdad que cuando creemos que estamos mejor, una nueva sacudida emocional nos descoloca y nos plantea que, a lo mejor, todo esfuerzo es inútil, que seguimos en la oscuridad como hasta ahora lo habíamos estado.
Sin embargo, no podemos dejar de “alimentar” la esperanza, porque la esperanza es lo único que nos puede mantener en el camino, y andando, porque en el momento en que nos abandonemos o bajemos los brazos dejaremos también el camino y estaremos perdidos .
Surge la pregunta sobre dónde o en qué poner la esperanza. Quizás no hay que aspirar a mucho, tan solo poner atención a los pequeños detalles que nos llevan a reconciliarnos con la vida, siendo esos momentos los que nos hacen conscientes de que podemos aspirar a algo más que la forma en que hoy “sobrevivimos”.
Mantener viva la esperanza es no caer en la tentación de medir todo desde la nublada óptica de nuestro dolor. Es admitir nuestras limitaciones, que nuestros sentidos están bloqueados, nuestro entendimiento turbado, no juzgar ni medir definitivamente el futuro ni la vida desde el momento actual, que para nosotros es devastador.
2.- NO QUEDARSE EN EL DOLOR, ES ALIMENTAR LA ESPERANZA.
“¿Por qué no te acercas al borde del río? – le preguntó el Maestro al discípulo.
Porque tengo miedo de caerme al agua y ahogarme – respondió.
Nadie se ahoga por caer al agua. Lo que te ahoga es quedarte dentro – dijo el Maestro”.
(Anthony de Mello)
Quedarse dentro del agua es peligroso, así como quedarnos “dentro” de nuestro dolor. El intenso dolor que produce la pérdida de un hijo y el sufrimiento prolongado que produce esa pérdida, son factores que pueden favorecer la presencia de un cuadro de depresión. En una situación así perdemos fácilmente nuestras facultades de comunicación, hay un intenso dolor moral que los demás, por lo general, no comprenden, además de una total impotencia para considerar cualquier iniciativa de cara al futuro.
Ignacio Larrañaga (Del sufrimiento a la paz), describe claramente el cuadro depresivo señalando que la depresión suprime todo gusto, el deseo de mantener contactos afectivos desaparece, y las funciones instintivas se encuentran alteradas, casi aletargadas. Desaparece el sueño tranquilo y reparador, en las horas de insomnio se deja curso libre a los recuerdos amargos, las ideas más negras penetran y se instalan en la mente sin poder ahuyentarlas. Una ansiedad que llega en oleadas, se sobrepone a todos los demás síntomas. En ese contexto puede nacer fácilmente el deseo de morir.
La depresión generalmente llega después del adormecimiento y la cólera. Hay quienes aparentemente lo toman todo muy bien, pero más tarde se desesperan, les envuelve un sentimiento total de desesperanza. Pasan mañanas terribles, necesitan un acto de voluntad máxima para poder levantarse, les agota conversar o realizar cualquier actividad. Si además se apegan a la tradición que dicta que hay un período predeterminado de luto de no menos de un año, es muy difícil salir de la
situación.
Debido a esa circunstancia, es necesario atender y cuidar el tránsito por el dolor, tratando de sufrirlo pero sin quedarse “ahogados” en él. Conectarnos con otras personas que han sufrido la pérdida de un hijo puede ayudarnos a elaborar el duelo mediante el intercambiando de experiencias, expresando síntomas comunes y compartiendo sentimientos francos y sinceros.
“Cuenta la leyenda que un hombre salió a pasear por el bosque y se perdió. Daba vueltas y más vueltas tratando de hallar la salida, pero no la encontraba. De pronto vio a otro caminante y se llenó de alegría.
– ¿Podría indicarme el camino de regreso al pueblo? – le pregunta.
-No puedo; porque yo también estoy perdido. Lo que sí podemos hacer es ayudarnos el uno al otro diciéndonos
qué caminos ya probamos sin resultado, hasta que juntos encontremos la salida.
(Harold Krushner, “Cuando nada te basta”)
Es normal sentir angustia, es normal sentir dolor, es normal sentirnos vencidos, y es positivo permitirnos tener esos sentimientos y aceptarlos, pero no detenernos en ellos para siempre y sistemáticamente. Ello también tiene un componente temporal, y si bien no hay tiempos iguales para todos, cada uno debe trabajar en ese tiempo la manera de alcanzar un estado que le permita “ver un poco más allá”.
Por ello es importante que nos planteemos no “quedarnos” en el dolor. No “quedarnos” en el dolor es justamente elaborar, transitar y cuidar el duelo y el proceso del sufrimiento.
Las heridas del alma – que también llamamos del corazón – requieren de un tratamiento similar a la curación que aplicamos a las heridas de la carne o del cuerpo. Así, cuando la herida corporal es grave requiere de una limpieza y desinfección a fondo, luego el tratamiento quirúrgico de costura y todo un cuidado posterior que pasa por la permanente desinfección, cambio de vendajes, aplicación de cicatrizantes, retiro de puntos, etc. Durante todo este tiempo la herida duele y aún después de cicatrizada, queda sobre la misma una sensación especial. Si esa herida no se trata adecuadamente, en su momento, se infectará, acumulará pus, y todo el proceso se complicará, no sólo por la infección de la herida sino por todas las consecuencias secundarias que tal infección traerá a todo el organismo. Para colmo de males, el abandono de la herida hará que la misma no cierre adecuadamente o quede abierta para siempre.
Parte del tratamiento es no quedarse en el dolor, no dejarse ahogar en él. Buscar ese difícil pero ansiado objetivo de encontrarle un sentido al sufrimiento, de transitar el camino con esperanza.
En el lento proceso de “reconstrucción”, la experiencia indica que es importante contar con alguien que nos escuche y que no juzgue, alguien que nos permita divagar y hablar sobre el ser querido que hemos perdido, nuestro hijo. Muchas veces sentiremos la melancolía, pero no será tan fuerte como al principio, y eso ayudará a mantener la esperanza en que de algún modo nuestra vida tendrá un nuevo sentido.
3.- ENCONTRAR SENTIDO AL SUFRIMIENTO, ES PONERLE CARA A LA ESPERANZA.
La pérdida de un hijo lleva – indefectiblemente – al enfrentamiento individual y personal con el misterio de la vida y, más aún, con el de la muerte. Tomamos conciencia real de la muerte, y la sentimos en carne propia. Antes de la muerte de nuestro hijo pensábamos que nosotros podíamos morir, hoy no nos quedan dudas de que moriremos. Si esto es así, el cuestionamiento de qué hacer con nuestra vida hasta tanto llegue surge solo, y allí se encuentra la búsqueda de un sentido de la
vida, y dentro de ella, del sufrimiento, que es la etapa de la vida en la cual nos encontramos actualmente.
Cuando tenemos fe:
Es evidente que a la persona de fe, aunque sus creencias tiemblen o sean jaqueadas por la experiencia vivida, le resultará menos tortuoso encontrar un sentido a su sufrimiento, por lento que resulte el proceso o por incierta que sea su evolución. Advertirá finalmente, o al menos intentará advertir, que puede identificar ese sufrimiento con la concepción trascendente de la vida que la religión o la visión espiritual otorga al misterio de la muerte.
Podrá encontrar también formas de comunicación con su hijo o con su hija, y lo tendrá presente en la oración o aprenderá a entablar con él una nueva relación de alma a alma, espíritu a espíritu. Podrá considerar que él sólo ha perdido una parte visible, mientras cohabita con él en el mundo invisible que está entre nosotros y que, aunque no podemos verlo, si podemos sentirlo.
Todo ello con la esperanza del reencuentro.
Cuando no tenemos fe:
En la dimensión humana del sufrimiento también podemos buscar un sentido, una vinculación con nuestra esencia interior que nos descubrirá caminos hasta ahora inadvertidos.
La muerte de un hijo nos enfrenta con una de las más crudas realidades de la vida, no hay garantía para los procesos que consideramos naturales, la ley de la vida de que sean los hijos los que entierren a sus padres se invierte absurdamente, los tiempos se revuelven, y nos enfrentamos con situaciones que no sólo no podemos controlar sino tampoco entender.
Este hecho nos desarma. Nos desnuda. Hace caer como por arte de magia cualquier máscara, ropaje o escudo que nos haya servido alguna vez para no encontrarnos con nosotros mismos o para evitar buscar en nuestro interior. En un segundo estamos frente a frente con nosotros, con nuestra vida, con nuestra más profunda y esencial desnudez. Nuestra propia humanidad y dignidad son cuestionadas, y todo ello en la más absoluta soledad del dolor, sintiéndonos únicos, aislados del
mundo y solos frente a nosotros mismos.
Todas las personas, más tarde o más temprano, llegan al cuestionamiento de su vida, de su existir, a la búsqueda del sentido de su vida. Algunos por propia iniciativa, otros por insatisfacción, otros por angustia, otros por encarar una búsqueda personal o espiritual.
Nosotros fuimos llevados de golpe y mediante “shock”, sin voluntad, sin preparación y sin preámbulos a esa confrontación. En forma directa, y de golpe, la realidad se presentó ante nosotros y todo lo exterior cayó. No sabemos quiénes somos ni dónde estamos. Solos y sin identidad. Y desde esa nada, desde esa pobreza total de recursos, comenzamos a transitar nuestro sufrimiento y a tratar de encontrar un sentido a lo que nos pasa y a lo que nos pasará, pues ya aprendimos – con letras de sangre – que no podemos saber siquiera que pasará.
Quizás, lo que signifique la búsqueda del sentido al sufrimiento es sólo una parte del proceso de tratar de encontrar un sentido a nuestra vida. Intentar comprender que, lo único que ha ocurrido es que la muerte de nuestro hijo ha sacado esta incógnita de su aletargamiento para ponerla en primer plano respecto de cualquier otro planteamiento.
No debemos angustiarnos por estar en la búsqueda de un sentido a nuestra existencia o a nuestro sufrimiento y no encontrarlo –como bien lo recuerda Víctor Frankl (“ La voluntad de sentido”) – atreverse a dudar de la existencia de sentido en la vida o en el sufrimiento, y la búsqueda de respuestas, no es una enfermedad psíquica sino una expresión de madurez mental. Esa madurez a la que nosotros nos encaminamos por la transformación involuntaria de nuestras vidas como consecuencia de la muerte de nuestro hijo.
Según Frankl existen caminos a través de los cuales se puede encontrar sentido a la vida. Uno de ellos es el amor. Mi vida puede llenarse de sentido, ya sea en el servicio a una causa o en el amor a una persona. Si además lo llevo a cabo como fruto de una experiencia que viene del sufrimiento, la vida toma sentido y en ella nos realizamos
El pintor y escultor israelí Yehuda Bacon, quien de niño fue llevado a Auschwitz, fue preguntado después de su liberación qué sentido tendrían aquellos años que pasó en un campo de concentración y escribió: “De niño pensaba: yo le contaré al mundo lo que en Auschwitz vi, con la esperanza de que el mundo cambiara, pero el mundo no cambió, pues el mundo no quería escuchar hablar de Auschwitz. Sólo mucho después comprendí realmente cuál es el sentido del dolor, el dolor realmente
tiene sentido cuando tú mismo te conviertes en otro hombre”.
El hombre en situaciones límites de su existencia es llamado a dar fe de aquello que él y solamente él es capaz.