Ego, apego y amor

Caminos en la integración de la pérdida

En nuestra última reunión trabajamos sobre tres conceptos que pueden parecernos muy distintos,pero que están profundamente entrelazados en nuestro recorrido tras la pérdida de un hijo o hija: ego, apego y amor.

Elegimos este orden, porque es como suele presentarse en nuestra experiencia: primero el ego que se rebela, luego el apego que nos ata, y finalmente el amor que nos libera.

El ego tras la pérdida de nuestros hijos

El ego es la idea que cada persona construye de sí misma, la imagen mental con la que nos identificamos y a través de la cual interpretamos la realidad. Está formado por nuestras creencias, roles, expectativas y pensamientos sobre “quién soy” y “cómo deberían ser las cosas”.

En positivo, el ego nos ayuda a desenvolvernos en el mundo, a diferenciarnos de los demás y a sentir una identidad propia. Pero cuando domina, el ego busca controlar lo incontrolable, se aferra a expectativas rígidas y genera sufrimiento, porque quiere que la vida se ajuste a sus planes.

Al inicio, cuando recibimos la noticia de la muerte de nuestro hijo o hija, aparece el ego con toda su fuerza. El ego es esa voz interna que nos dice:

  • “Esto no me puede estar pasando.”
  • “¿Por qué a mí? ¿Por qué a mi hijo?”
  • “No voy a poder con esto.”

El ego no es enemigo. Es un sistema de defensa. Pero cuando domina nuestro duelo, nos aísla, nos separa, nos hace creer que somos distintos, que nuestra pérdida es peor que la de los demás, que nadie nos entiende. Y en realidad, el amor genera unión, y el ego nos separa de los demás y de nuestro yo más auténtico. El ego es resistencia. Quiere controlar lo incontrolable. Y mientras más fuerza le damos, más nos desgasta.

Aquí está la primera clave de integración: darle un lugar al ego, pero no dejarle conducir nuestra vida. Integrar la pérdida no es olvidarla. Es aprender a convivir con ella sin destruirnos.

Para reflexionar: ¿Qué frases recuerdas que te dijo tu ego en los primeros tiempos de la pérdida?

El apego: la cuerda invisible

El apego es el vínculo emocional y afectivo que establecemos con las personas, los objetos o incluso con nuestras ideas de cómo debería ser la vida. Nos conecta con aquello que valoramos y nos da seguridad, porque nace del deseo de conservar lo que amamos y de mantener la cercanía con lo que nos resulta significativo.

En positivo, el apego nos permite crear lazos profundos y sentir pertenencia. Pero cuando se convierte en dependencia, puede transformarse en una cadena que nos ata al pasado, impidiéndonos aceptar los cambios o las pérdidas inevitables de la vida.
Cuando comenzamos el trabajo de integración de la perdida el apego es esa cuerda invisible que nos une a lo que teníamos:

  • A la presencia física de nuestro hijo o hija.
  • A las rutinas cotidianas.
  • A los proyectos de futuro.

El apego nace del deseo de conservar, de mantener a nuestro hijo o hija como era, en nuestra vida, en nuestra cotidianidad, en nuestros planes. Y es completamente humano. El apego nos conecta con el pasado y con lo que ya no es. Nos permite estar conectados a lo que fue nuestra vida con ellos, pero puede esclavizarnos si no aprendemos a transformarlo y, sobre todo, nos mantiene en un pasado irreal, y en un presente donde ya no están ellos.

No es malo, es como nos han enseñado a manejarnos ante las perdidas. El apego no es negativo en sí mismo: nos recuerda cuánto amamos. Confundimos a veces amor con apego. Creemos que, si dejamos ir ciertas cosas, estamos olvidando o traicionando a nuestros hijos. Pero no es así: el amor no necesita cadenas; el apego, sí. El trabajo del duelo es, en gran parte, transformar el apego en memoria viva, en presencia interior, en legado. Es pasar de “no puedo vivir sin ti” a “aprendo a vivir contigo de otra manera”.

Para reflexionar: ¿Qué es lo que más te cuesta soltar todavía hoy?

El amor: la fuerza que permanece

Muchos de nosotros llegamos a Renacer con el corazón roto, deshechos por una pérdida que nos trastocó desde las entrañas. Sentimos que se nos fue el amor más grande que habíamos conocido. Sin embargo, a medida que avanzamos, vamos descubriendo que el amor no muere. Cambia de forma, pero no desaparece. Se transforma en acciones, en legado, en presencia silenciosa que nos guía.

  • El amor no muere con la muerte física.
  • No depende del tiempo ni del espacio.
  • El amor no necesita justificar su existencia: simplemente es.

Cada acto de amor que hacemos en nombre de nuestros hijos o hijas es prueba de que el amor sigue vivo, de que no está limitado por el apego ni dominado por el ego. El amor es lo único que puede reconciliarnos con la vida. Nos ayuda a mirar a nuestros hijos no como ausencia, sino como presencia distinta, que nos inspira a crecer, a transformar y a seguir caminando.

Amar es integrar. Cada vez que elegimos la vida, estamos honrando la vida de nuestros hijos. No desde la resignación, sino desde el amor que sigue vivo. Cuando vivimos desde el amor, no sentimos que traicionamos su memoria, sino que la honramos. Cuando elegimos el amor, no negamos el dolor, pero lo abrazamos con más serenidad.

Para reflexionar: ¿Qué actos de amor haces hoy en nombre de tu hijo o hija?

Integrar la pérdida

A veces confundimos lealtad con sufrimiento. En ocasiones, al ser leales al sufrimiento, creemos que, si sanamos, traicionamos. Pero en realidad, nuestros hijos no necesitan nuestro sufrimiento. Necesitan nuestro despertar. Renacer nos invita a comprender que podemos elegir. No elegimos lo que nos pasó, pero sí lo que hacemos con eso.

Amor, ego y apego son parte de nuestro duelo. Pero también son puertas:

  • El ego grita, se resiste, lucha contra lo sucedido. Nos desafía a mirar más allá de nuestro dolor personal.
  • El apego nos recuerda cuánto significan, pero puede atarnos a lo que fue, impidiéndonos abrirnos a nuestra nueva realidad.
  • El amor nos conecta. Nos da la llave para integrar la pérdida y vivir con ella de forma más serena y fecunda.

No se trata de eliminar al ego o al apego, sino de reconocerlos y transformarlos.

  • El ego nos recuerda que somos humanos y vulnerables.
  • El apego nos muestra cuánto significaron nuestros hijos.
  • Y el amor nos enseña que la conexión con ellos trasciende cualquier límite.

Este camino de Renacer no es un proceso lineal. A veces volvemos al ego, otras al apego… pero siempre podemos regresar al amor.

Y como grupo, también podemos ayudarnos a ver cuando uno se pierde en el apego o se encierra en el ego. No para juzgar, sino para sostener. Este camino no se transita en soledad. Aquí estamos, acompañándonos, compartiendo lo más sagrado: el amor que no muere, aunque duela.

Nuestras reflexiones como grupo

1.Ego – ¿Qué expectativas o creencias sobre cómo debía ser mi vida como madre/padre me generan sufrimiento adicional?

Cuando hablamos del ego, lo primero que apareció fueron las frases que todos, de un modo u otro, nos hemos dicho: “Esto no me puede estar pasando”, “¿Por qué a mí?”, “¿Por qué a mí hijo?”.
Sentimos que nuestro ego se resistió con fuerza, tratando de sostener la vida que habíamos imaginado.

Muchos expresamos cómo esas expectativas rotas nos hicieron sentir castigados, comparándonos con los demás, preguntándonos una y otra vez por qué a nosotros. Al escucharnos, comprendimos que esa rebeldía es humana, pero que nos añade un dolor que poco a poco podemos aprender a soltar.

Que en ese primer momento, cuando te sacude el ego, no fuimos capaces de entender el dolor de los otros. E incluso que nos contarán o nos compararán con dolores ajenos levantaba nuestro rechazo y nuestra irá. Que había opiniones y consejos de terceros que no nos dejaban avanzar porque nos volvían a llevar al centro de nuestro yo de nuestro sufrimiento.

2.Apego – ¿Qué partes de mi dolor provienen de la ausencia real y cuáles de mi dificultad para soltar lo que ya no puedo controlar?

Aquí surgieron respuestas muy sentidas. El dolor real nace de no tenerlos físicamente: no poder abrazarlos, escuchar su voz, compartir lo cotidiano.

Hay padres y madres que viven un apego sano, que no les ancla o limita al dolor, si no que les permite tener a sus hijos e hijas integrados en el amor y en el presente.

Pero también descubrimos que parte de nuestro sufrimiento viene de querer retener lo que ya no se puede: sus objetos intactos, la rutina de antes, los planes que no llegarán.

Algunos hablamos de habitaciones que permanecen como santuarios, de ropa que no nos atrevemos a mover, de rutinas que duelen por su ausencia. Reconocimos que ese apego nos ata a un pasado que ya no existe, y que nos duele porque queremos seguir viviendo lo que ya no está. Que hemos perdido esa parte de nosotras y nosotros que éramos a través de cómo ellos nos veían y nos sentían.

Pero también comprendimos juntos que no se trata de borrar nada, sino de transformar ese apego en un vínculo distinto, más interior, que no encadene sino que sostenga, que recuerde y acompañe en la libertad del amor en mayúsculas

3.Amor – ¿De qué manera mantengo vivo un amor pleno hacia mi hijo o hija, incluso más allá de su presencia física?

Cuando llegamos a esta pregunta, el ambiente cambió. Todos coincidimos en que el amor sigue vivo. No muere, cambia de forma.

Nos dimos cuenta de que ese amor ya no se mide por la convivencia, por las rutinas compartidas, sino por los gestos, por las decisiones que tomamos cada día. Es un amor que se convierte en acción, en legado, en un puente invisible que todavía nos une a ellos.
Muchos de nosotros sentimos que todavía flotamos entre dos orillas: la del apego y la del amor sereno. Queremos amar, pero a veces la ausencia tira demasiado. Y sin embargo, incluso en esa oscilación, hay gestos que son, en sí mismos, una forma de amor:

– Levantarse cada día y vivirlo con dignidad, sin dejar que el sufrimiento nos hunda.
– Escribir un diario que recoja recuerdos y vivencias compartidas.
– Plantar un árbol.
– Dar amor a otros: desde un voluntariado hasta una ayuda cercana y silenciosa.
– Ayudar a los padres recién llegados a Renacer.
– Hacer cada día una obra buena, por pequeña que sea.
– Sentirlos presentes al brindar por ellos y recordarlos con pareja, familia o sus amigos, al nombrarlos sin miedo.
Y algo más emergió con fuerza: la transformación «espiritual» de nuestros valores. Como si su ausencia nos hubiera obligado a mirar distinto. Hoy somos más conscientes de lo esencial. Menos atentos a la vanidad, más a lo profundo. Quizás eso también sea una forma de honrarlos: dejar que su paso por nuestra vida nos haga más humanos.

4. Transformación – ¿Cómo puedo transformar el amor que siento en gestos de vida, memoria y gratitud, sin que el apego me encadene al pasado?

Hablamos también de cómo transformar el amor en gestos de vida. Algunos compartimos que, al principio, solo veíamos vacío. Pero con el tiempo hemos podido hacer de ese vacío una oportunidad para sembrar memoria y gratitud.

Hubo quien contó cómo ahora escucha más y juzga menos, quien dijo que empezó a hacer voluntariado, y quien explicó que se esfuerza en disfrutar conscientemente de cada día porque su hijo le enseñó que la vida es frágil y preciosa.

A veces no encontramos nuestra misión o nuestro propósito y eso nos hace volver a encarar el dolor de los primeros tiempos y eso nos paraliza pero juntos podemos descubrir que cada paso hacia la vida es también un homenaje a ellos.

Nos quedamos con la reflexión: Si la vida nos quita algo, ¿qué le devolvemos?

5. Sentido – ¿Qué aprendizajes sobre el amor verdadero —que no posee ni retiene, sino que acompaña y libera— puedo descubrir en medio de mi duelo?

Finalmente, reflexionamos sobre lo que estamos aprendiendo del amor. Y lo que apareció fue una certeza compartida: el amor verdadero no retiene, no posee, no encadena. El amor auténtico acompaña, libera, ilumina.

Sentimos que nuestros hijos nos siguen enseñando, incluso desde su ausencia física, a amar de un modo más amplio. Ahora entendemos que vivir con amor no significa olvidar, sino permitir que ellos habiten en nosotros como una presencia distinta, que nos inspira a caminar con más gratitud y esperanza.