Mi nombre es Luna, soy la mamá de Alan y mañana hará siete meses que marchó. Tenía 22 años y la sonrisa más bonita del mundo. No sé muy bien cómo me tengo en pie, o cómo soy capaz de levantarme cada mañana. Pero la realidad es que lo hago a diario y lo hago con esperanza, con serenidad y con muchísimo amor. En gran parte a Renacer y otra gran parte a mi hijo.
El miércoles 10 de abril a las 21:45 yo estaba cerrando la maleta porque me iba de viaje con unas amigas y recibí una llamada que me cambio la vida. Esa noche dejé de ser la misma para empezar un camino de descubrimientos. Tenía la certeza de dos cosas, de las que estaba equivocada. La primera que me iba a morir en horas, que no había nadie que soportara eso. La segunda que había dejado de ser madre. Ninguna de las dos es verdad, pero tardé unos días en darme cuenta.
Durante el velatorio de mi hijo, en los pocos momentos de lucidez que tenía, lo primero que hice fue pedir cita con mi médico de cabecera. De hecho, el viernes, después de la incineración de nuestro hijo, le dije a mi marido que tenía cita porque estaba segura de que me estaba dando un infarto. Salí con un lo siento mucho y una receta de antidepresivos que me rescataron del profundo pozo de la ansiedad.
El sábado no era capaz de comer, de dormir, de estar quieta. Me lancé a San Google y teclee: “Qué hacer cuando se muere tu hijo”. Y leí todas aquellas páginas, tan rápido como la ansiedad me dejaba. Siguió una segunda búsqueda. Grupos de padres que han perdido un hijo en Madrid. Eureka, allí estaba la página de Renacer Madrid con el teléfono de contacto de Rosalía. Me contó que tenían una reunión en dos días, el lunes.
Justo esa semana, antes de saber lo que iba a pasar con nuestro hijo, mi marido pidió vacaciones, por lo que pude ir a la reunión acompañada y sujetada. Porque todos esos días, sin él, sin Juan, la historia de mi duelo hubiera sido muy diferente.
Aquella primera reunión me puso en una realidad que nunca me había planteado que algún día fuera la mía. Y, es más, ni siquiera pensé que existiera en la vida de otros. La realidad es que los hijos se mueren. Y que Juan o yo misma no éramos especiales. Que nos había pasado, lo que podía pasarle a cualquier ser vivo, encontrarse de frente con la muerte en sus vidas. Y da igual lo que hubiéramos o hubiésemos hecho. No podíamos evitarlo.
Aquel primer encuentro me salvó. Me salvó de un duelo que hubiera sido muy diferente. Un duelo en soledad, un duelo más inhumano, más desgarrador, con más sufrimiento. Porque a esa reunión la siguieron las llamadas de Nany, mi ángel en este proceso. Las historias de mis compañeros y compañeras que se parecían tanto a la mía. Las cañas post reunión en que volví a reírme y a disfrutar de la vida. Las fotos de nuestros niños y niñas y saber que seguramente ellos habían ayudado a Alan en su transición, al igual que sus padres, me estaban ayudando a mí.
Poco a poco me fui situando en mi nueva realidad. En que seguía siendo madre, pero Alan estaba en otro plano. Empecé a sentir señales que me dejaban claro que Alan estaba bien, que me quería, que nos queríamos y que eso no iba a cambiar. Pude hacerle dos actos de despedida que me permitieron hacer ese homenaje que las circunstancias de su partida me quitaron. Y cambié poco a poco la ansiedad por el trabajo diario de asimilación de la pérdida.
Todo lo que tratábamos en las reuniones y el mensaje de Renacer, eran mi agenda durante la semana. Leía sobre ello, buscaba información y videos y hacía un pequeño escrito que me permitía asimilar lo aprendido. Me he pasado el verano leyendo libros recomendados por mis compañeros y compañeras. Películas y series que tratan sobre el duelo, sobre la muerte o incluso sobre la vida después de la muerte.
Estoy aprendiendo muchas cosas sobre mí, sobre Alan, sobre la vida y sobre la muerte. Ahora estoy en proceso de perdonarme situaciones que seguramente no hicimos de la mejor manera. A dialogar con Alan desde el amor y la calma. Paradójicamente he recuperado a Alan, porque las circunstancias de los últimos tiempos en su vida no nos permitían amarnos con libertad y sin rencor. Ahora le tengo pleno, aunque sea menos tangible su presencia.
Y llegó agosto, casi sin darme cuenta, y dejamos las reuniones hasta septiembre. Pero esto de perder hijos o hijas no se para en vacaciones y apareció una mamá nueva que nos necesitaba. Y gracias a Luz empecé a sentirme útil, a sentir que todo esto tenía un sentido. Que Alan, que nuestro amor y como hemos ido aceptando su partida, podía ayudar a otros papás y mamás. Y no solo encontré a una mamá con mi misma perdida, encontré un grupo de grandes amigas y amigos que una tarde decidieron compartir su camino por el duelo.
En estos siete meses se han ido turnando los días grises y tristes, con días mucho más luminosos e incluso con momentos felices. Cada vez los días son más serenos, con mucha nostalgia, pero casi sin dolor. Porque a diario me enfrento a la realidad de que Alan no está, aquí, pero sí está aquí. Porque mi hijo, nuestros hijos y nuestras hijas no son dolor, tristeza o perdida. Son risas, amor y luz. Y lo serán siempre. Porque el pensar en ellos no puede generar dolor, porque fueron, son y serán todo lo contrario, son vida, nuestra vida.
Hoy puedo decir que el sufrimiento hace días que no aparece. A veces, cuando veo alguna foto de Alan, cuando recuerdo alguna anécdota, o aparecen en mis recuerdos sus cosas, su esencia, llegan las lágrimas y las ganas de que esto sea una pesadilla. Aparece el dolor, pero no la angustia. Aplico lo que he aprendido y respiro. Y conecto con el momento de la fotografía, con la luz que transmiten sus ojos, con la felicidad de sus sonrisas. Y llega el amor, el más profundo, el que no está contaminado de egos, de prisas, de frustraciones, de rencores, de todo aquello terrenal que lo corrompe. El amor en letras mayúsculas.
Gracias por ser parte de la comunidad que me ha salvado en este camino. La que me ha permitido recuperar a mi hijo. La que me ha enseñado que pese al final, todo valió la pena.