Ya lo sabemos, pero se nos olvida

(Por Fernando D’Sandi )

Sabemos que la muerte es parte de la vida. Desde niños nos lo explicaron con flores que marchitan, con cuentos de hojas que caen en otoño. Lo hemos leído en libros, lo hemos escuchado en sermones y lo hemos repetido como mantra en días de tristeza ajena. Lo sabemos. Pero, cómo duele cuando nos toca.

Cuando alguien que amamos se va, nos queda un hueco tan inmenso que ni el cielo entero podría llenarlo. Nos sentimos traicionados, como si la vida nos hubiera tendido una trampa. ¿No éramos buenos? ¿No amábamos suficiente? ¿Por qué entonces Dios, el universo, el destino—llámalo como quieras—nos arranca lo que más queremos?

Es un conflicto que desgarra. Nos aferramos a los «hubiera», a los «me faltó decirle», a los abrazos no dados y las risas que dejamos para después. Nos enfrentamos al silencio, a la cama vacía, a la llamada que nunca llegará. Y aunque sabemos que la muerte siempre gana, nos toma desprevenidos, siempre, como si viviéramos en un espejismo donde los nuestros son eternos.

Es que, en el fondo, olvidamos. Olvidamos que la vida es frágil, un suspiro en medio de un viento que no espera. Olvidamos que no hay garantías, que el reloj no perdona, que no se nos prometió un adiós planeado ni la calma para soltar. Y esa amnesia del alma nos cobra caro cuando la realidad nos sacude.

Los que amamos nunca se van del todo. No, no es una frase hecha ni un consuelo barato. Están en cada rincón de tu memoria, en los gestos que aprendiste de ellos, en las palabras que te dejaron sembradas. Están en el aroma de ese café que les gustaba, en la canción que aún resuena en tu mente, en las estrellas que parecen brillar más fuerte los días en que los extrañas con todo el pecho.

Sí, duele. Duele tanto que parece que nunca sanará. Pero el amor que sembraron en ti, ese amor, es eterno. Es el puente que te conecta con ellos. Y aunque sus manos ya no puedan tocar las tuyas, su presencia vive en cada decisión que tomas, en cada acto de bondad que haces, en cada vez que eliges vivir a pesar del dolor.

Hoy, te invito a que te reconcilies con esa ausencia. Llora lo que tengas que llorar, grita si es necesario, pero no te olvides de mirar hacia adelante. Porque ellos, los que se fueron, no querrían verte paralizado. Vivir es el mayor homenaje que puedes darles.

No estás traicionándolos si ríes de nuevo, si amas otra vez, si encuentras belleza en el mundo. Al contrario: les estás diciendo que su paso por tu vida dejó un legado que vale la pena continuar.

La muerte nos duele porque amamos, y eso es lo que nos hace humanos. Pero el amor, ese que sembraste junto a ellos, trasciende la muerte. Es la llama que nadie puede apagar, ni siquiera el tiempo.

Así que, aunque se nos olvide, recordemos hoy que estamos vivos. Que tenemos la oportunidad de abrazar, de decir “te quiero”, de dejar menos pendientes. Porque el final, ese que sabemos inevitable, es menos amargo cuando hemos amado con todo.